dijous, de maig 06, 2010

Les aventures d'en Nono

Su rostro expresaba la mayor dulzura, y fijando en Nono su mirada con aire de amable bondad le hizo señal de acercarse.

Y como Nono no se atrevía a adelantarse, le dijo con voz suave y melodiosa:
-¿Te inspiro miedo, hijo mío?

En casa de su padre había oído Nono decir que los reyes, las reinas, los emperadores y las emperatrices eran de carne y hueso como todos los hombres y todas las mujeres, no diferenciándose más que por la forma y la riqueza del traje; pero tanto se hablaba en la escuela de sus actos y de su poder, atribuyéndoles tanta acción sobre los acontecimientos y los destinos de los pueblos, que no podía conformarse con aquella igualdad, y su imaginación les concedía una esencia superior. Y como además había oído decir que las abejas estaban gobernadas por una reina, no dudó un instante que se hallaba ante persona tan majestuosa.

-No, señora reina -se apresuró a contestar.
-¿Quién te ha dicho que soy reina? -dijo la dama sonriendo.
-Bien lo veo yo, señora -respondió el niño tranquilizándose.
-¿Y en qué lo has conocido?
-En que veo las demás abejas apresurarse a serviros, y también en que lleváis corona de oro.
-¡Niñerías! -dijo la señora, riendo esta vez francamente-, confundes mis cabellos con una corona; en cuanto a las abejas que tan dispuestas ves a servirme, ten entendido que no son esclavas, ni damas de la corte, ni servidoras, sino buenas hijas que aman y cuidan a su madre.

Nono, desconcertado, recordó efectivamente que la abeja que le condujo le habló de «nuestra madre», y como la veía allí cerca dibujando en su rostro una disimulada sonrisa burlona, se puso rojo como un pimiento riojano, pero a pesar de todo aún tuvo energía suficiente para excusarse diciendo que en la escuela le habían enseñado que las abejas eran gobernadas por una reina.

-Hijo mío -dijo la dama, volviendo a su gravedad habitual, aunque con sonrisa bondadosa-, tu profesor es un ignorante; porque, a lo que se ve, habla de lo que no conoce: estudiando la vida en nuestras colmenas, los hombres han juzgado de nuestras costumbres según las suyas.
El primero que pudo penetrar los secretos de nuestra vida, viendo que las abejas dedicaban cuidados especiales a una de ellas, se empeñó en exceptuarle de todo trabajo y fatiga, sacando en consecuencia que era un ser privilegiado, tan inútil como un rey, a quien las otras debían obediencia, y que su voluntad reglamentaba los trabajos de la colmena, y dio su descubrimiento a la imprenta. Así arregláis vosotros las cosas, y no suelen tener otro fundamento lo que aceptáis como verdades incontestables. Los partidarios de la autoridad han sacado de ello un argumento en su favor, y se continúa enseñando en las escuelas que las abejas están gobernadas por una reina. Entre nosotras, sin embargo, es muy diferente: cada una de nosotras llena la función inherente a su naturaleza; pero no hay tal reina, ni menos función impuesta: unas hacen la miel, otras cuidan nuestra infancia; si las necesidades de la colmena lo exigen, algunas de sus habitantes, sin que nadie se lo mande, espontáneamente y sólo porque comprenden que la conveniencia general lo exige cambian de función. En cuanto a mí, no soy una reina, sino simplemente una madre encargada de suministrar los huevos que se convertirán en trabajadoras de nuestra república y futuras madres para nuevos enjambres; y si las otras abejas me escogen, me cuidan y me miman es sólo porque cumplo un trabajo que ellas no pueden desempeñar por falta de sexo, y que su cumplimiento me impide ocuparme de otras tareas. Por tanto, ya lo
ves, aquí no hay tal reina ni mandona inútil.

Nono escuchó con la boca abierta aquella leccioncita de historia natural, que echaba por tierra todas sus nociones adquiridas, y en su interior, como era algo listo y guardaba un poco de rencor a su profesor que en ocasiones le había reprendido o castigado sin razón, formuló el propósito de pillarle a su vez en flagrante delito de ignorancia, cuando viniera a hablarle de la monarquía entre las abejas. Una sonrisa maliciosa plegó imperceptiblemente la comisura de sus labios.

-Anda, picaruelo -dijo la madre abeja acariciándole las mejillas-, acuérdate del bien y del mal que se te haga, pero no seas injusto jamás.

'Les aventures d'en Nono" Jean Grave

www.centenario-ferreriguardia.org/IMG/pdf/las_aventuras_de_nono.pdf